viernes, febrero 03, 2006

TERCERA LEY DE LA TERMODINÁMICA


Hay una diferencia muy grande entre no tener sentimientos y estar privado de sensación. El tránsito por los cuestionamientos baratos durante todos estos años (haciendo de la auto-lástima un arma de batalla, actuando como una mala imitación de lo que me gustaría ser, absorbiendo y exhibiendo poses de villano de teleserie) hizo que olvidara el horror del mundo y el de mis propios actos mientras éstos hacían añicos mis planes (y no mis sueños) de infancia. Imperturbable, resistente, claro... con esa arrogancia tan propia de la juventud, salí del camino, tomé la ruta, “conquistaré el mundo”, “nada pasa en esta vida sin que yo no lo haya conocido”... Y llega el momento de la verdad, los años no pasaron en vano, y ahora los arrogantes, los dueños del mundo, son otros, y la envidia me corroe, y detesto todo lo que huele a juventud, a irreverencia, a éxito prematuro... vaticino auges y caídas, quiero que todos sufran el mismo proceso que yo y se instalen en la corporación de frustrados, pensando en como hacer dinero poniendo la cara y la otra mejilla y todo lo que esté disponible y sea vendible. Y ahora, el gran chiste, la gran ironía es alegorizar el fracaso, demostrar que es válido, divertido, que reírse de uno mismo es lo más inteligente que hay, que declamar la apología de la derrota es casi el show culminante de un genio de la comedia, como si aquello fuera una cosa diferente al acto en que, ante la podredumbre inesperada, la visualización súbita de la infección, el artista-ex-ídolo-ahora-parodia-de-si-mismo tome el estilete y empiece a retirar las lonjas de lo que sirve y lo exhibe al público como la demostración de "lo que no hay que hacer", mostrar al mundo casi con poesía que en eso es “en lo que no se debe convertir”... sorprende sobretodo saber que en ese acto pacífico pero demencial no hay manifestación de dolor, como si no fuera penoso ser una cosa diferente a lo que se esperaba de uno, como si no fuera doloroso perder todas las fichas en la gran apuesta vital, como si no hubiera amargura en reconocer que ya es tarde para muchas cosas... Asumir, el verbo a conjugar después de cierta edad. Conformarse como sinónimo o palabra afín, pero... ¿y donde quedó el dolor? ¿Acaso vivir es un castigo tan horrible que nos acostumbramos al dolor, a un nivel tal, que dejamos de percibirlo incluso ante la pérdida de lo que más nos importaba en la vida: nuestros propios sueños? Nos estabilizamos, nos congelamos, no nos movemos, como el cristal perfecto que rezan las leyes termodinámicas: entes sin alma ni vida que absorben todo lo que ose pasar cerca de ellos, aquel que existe sólo cuando existe el cero absoluto de temperatura... si hubiera algo así, absorbería toda la energía de nuestro universo, ¿es algo así la perfección que buscan nuestras almas? Acostumbrarse, conformarse, absorber todo vestigio de vida, de ruptura, de quiebre, de inestabilidad, volverse viejo y saber que se te puede paralizar una mano, moler la dentadura, dejar de funcionar el oído, la vista, los sentidos, el sexo y... que importa, pues somos viejos y esto pasa, y llegar a un estado patético de insensibilidad tal, que es normal que no puedas caminar y te vuelvan a poner pañales, y claro, después de haber aceptado la pérdida del amor, el desaire, el fracaso de los proyectos de vida, tal vez que no funcione tu brazo no es algo tan horrible, el cristal perfecto, la tercera ley, la aceptación completa y resignada de la realidad, el deceso, funeral y entierro de nuestras ganas de pelear. Situación dura, pero efectiva: toda una vida cultivando el arte de padecer para lograr aceptar hasta con sarcasmo la burla final previa a la muerte, que es en sí la cúspide de la insensibilidad: no sentir, de verdad , nada. El cristal perfecto, la tercera ley: Cuando no tienes nada, no tienes nada que perder. Frase robada que ahora es mía, que me llena de pena, o sea siento, o sea me lleno de vida ¿Será tarde de verdad? Hay una diferencia muy grande entre no tener sentimientos y estar privado de sensación. Mientras termino de escribir, un pequeño e intenso aviso aparece en mi mente, el cliché de “darle sabor a la vida” me domina y, tal como hace veinte años, quiero ponerme a correr, aquí y ahora, sólo por diversión. Es primera vez en mi vida que veo (imagino) a un adulto correr por diversión. Empiezo a recordar que el aire tenía un olor y un sabor diferentes al moverse en ciertos rangos de velocidad, las ideas se me revuelven, el contacto con los otros, la energía de nuestras emociones, el desorden dominado por el orden, finalmente el cristal perfecto. Le doy unos segundos de vacaciones al ser pensante y me concentro en las ganas de correr, no por deporte, ni por liberar tensiones, ni por competir. Correr porque si, porque es divertido, porque es estúpidamente divertido.