lunes, marzo 19, 2007

TOKIO AÚN EXISTE


Hace poco dejé de tener la mítica edad de 33 años, y pasé a la nada de mítica, poco interesante, casi indetectable edad de 34 años. Voy a ser honesto, imaginaba a otro yo a ésta edad, y voy a ser más honesto aún : ese yo que imaginaba era mejor y más completo que el que soy ahora. ¿Dónde se produjo esa bifurcación entre el proyecto y la realidad? La respuesta no es tan compleja, simplemente las decisiones que he tomado, las cosas que he escogido, son las que me tienen aquí, donde y cómo estoy ahora. Vamos por parte : Si no fui una eminencia en mi profesión, es sólo porque siempre me jacté de ser independiente y rebelde, y no manifestar interés por escalar dentro del orden establecido. “No tengo que demostrarle nada a nadie” fue mi consigna, confiando en una supuesta genialidad pero usando sólo destellos de ella, insuficientes para ésta sociedad ganadora, donde el talento desganado y arrogante no tiene mucha cabida sin una cuota de esfuerzo y respeto por el sistema. Si no fui un escritor o cineasta, es porque a pesar de mi rebeldía, me sentí cómodo ganando un sueldo mensual, sobreviviendo laboralmente con esos destellos de genialidad, que de una u otra forma, me mantenían a flote, apelando siempre a lo que se esperaba de mí, una especie de “eterna promesa”, de esas que en el fútbol chileno tanto abundan. Si no tengo mi propia casa, es porque dediqué parte de mi vida adulta a perseguir sueños que nacieron muertos y que eran más caprichos mal construidos que verdaderos proyectos de vida. Si no tengo amigos, es porque nunca debí ser tan buen amigo como para que alguien me considerara digno de tal título en forma perpetua, lo mío es más bien como una bengala, amistad intensa pero completamente desechable, le sumo a ello que cada vez que vi alejarse a un amigo, consideré el intento por recuperarlo algo penoso o patético, y el orgullo pudo más. Si me encontré cumpliendo 34 años, sin pareja, es precisamente porque consagré mi vida amorosa en los últimos 8 o 10 años, a conquistar mujeres casadas, comprometidas o simplemente desinteresadas en los compromisos, compromisos que yo también temí contraer. En rigor, estoy casi seguro que en la mayoría de los casos me resultó más fácil compartir a alguien, que dedicarme cien por ciento a ella.

Sumando y restando, llegué a la conclusión de que no puedo culpar a nadie, todas han sido decisiones mías, y es así como estoy aquí, ni feliz ni infeliz, en un estado de cómoda insensibilidad. Y no es que ahora tenga que tomar decisiones y tema tomarlas, simplemente no tengo ninguna decisión que tomar, cada día es igual a otro, ni malo ni bueno. Hay días que me siento como si fuera un anciano que ha vivido muchas cosas y que ya no necesito más, y quisiera sólo estar tranquilo viendo TV y ojalá que ni me hablaran ni me preguntaran cómo me ha ido (¿cómo responder a eso cuando a uno no le pasa nada, cuando a uno “no le va”?) . Otros días sucede lo siguiente : Me dan ganas de inventarme una vida emocionante, y es en medio de esas ganas, cuando pienso en viejos sueños o en pequeñas cosas que me muevan o motiven, y que dependa de mí hacerlas. Salí a las calles a enseñar a la gente a usar el Transantiago, pues soy un convencido de que la gente en ésta ciudad no sabe leer ni usar las cosas que son hechas de manera inteligente (y que me perdone el pueblo por esto). En eso estuve varios días, haciéndome “el tonto” en algunos paraderos, escuchando conversaciones ajenas y ante cada destello de desinformación, estupidez y torpeza que veía provenir de las mezquinos cerebros de la gente de a pie, me entrometí y empecé a dar consejos sobre buses troncales, locales, letras en los paraderos, cuadraditos verdes y letras y zonas, y sintiéndome con ello muy feliz, pues me consideré ante todo un excelente ciudadano y vaya que me hace bien sentirse muy bueno en algo. Y fue en medio de ese desvarío, que me acordé de una vieja imagen que a la vez me llevó a un viejo sueño. Me acordé del metro de Japón y de cómo empujaban a la gente dentro de los carros, y recordé cuanto deseaba conocer Tokio, y lo mejor de todo, fue darme cuenta cuanto lo deseo aún.

Ciertamente no tengo el dinero para ir a Tokio, pero un sueño es un sueño, y cuanto mejor si, en la práctica sólo depende de uno mismo. Ahorrar para un pasaje de 2 millones de pesos es una locura no tan locura, y la verdad es que no sé si pueda ir algún día a Tokio, pero la idea ahí está, y si hay seres a los que los mueven las pasiones, o el dinero, o el amor, a mi definitivamente me mueven las ideas, y recordé momentos de mi vida en que me sentí vivo y enérgico, y esos fueron las campañas políticas contra Pinochet, la confección de mi boletín en la Universidad, la escritura de mi guión (de la película que nunca hice), vivir una semana en Liverpool, leer y entender Ulises, escribir Ron City y claro, dentro de toda esa lista de ideas cumplidas, la idea de ir a Tokio no es ni más ni menos compleja que cualquiera de ellas. A los 34, ya estoy algo aburrido de escuchar “deja de teorizar tanto”, “es hora de actuar”, “tanta vuelta que le das a todo”. Cómo explicar que todo me aburre, no de una forma dolorosa, sino más bien científica, cómo hacer entender que una vez que se ha perdido la capacidad de asombro, no hay consejo que valga, menos a alguien que sabe la culpa es suya, aunque la palabra no es culpa, más bien hablo de causas y efectos lógicos. Y es por eso que en un momento de clara abulia, de ausencia de emociones, de cansancio físico y mental, sentí una alegría fresca, al mirar el mapa, y saber que Tokio está ahí, que aún existe y que la cantidad de cosas que todavía me quedan por hacer, justifica completamente cualquier pequeña desgracia pasajera.