domingo, noviembre 11, 2007

GEOGRAFÍA ÍNTIMA DE CHILE



En Antofagasta, un flaite me vio sacando fotos en el muelle, y me pasó sus hijos para inmortalizarlos en una postal que aún conservo, mientras yo rogaba porque el tipo no saliera arrancando con la cámara que me había prestado mi abuela. En Viña del Mar, vi al Everton dar vuelta un partido que perdía 3x0 y ganarlo 5x3 para retornar ese mismo día a la primera división. En Castro, en una pieza oscura y al borde de la intoxicación con whisky, caminé por encima de un grupo de personas que apenas conocía, buscando un baño para al fin, vomitar. La única vez que estuve en Pucón, salí a caminar a la orilla del lago y la lluvia sureña me encontró sin paraguas, mojándome hasta el alma, viéndome obligado a superar el frío con una deliciosa cazuela en una picada. En Puerto Aysén, pasé una tarde entera parado en un puente colgante de madera, mirando el río y sintiendo el vaivén al pasar los autos. Bajando de Pisco Elqui, a la altura del embalse, puse “Holiday” de Greenday en mi mp3 , y con la ventana abierta y la cabeza fuera del bus, soñé con un futuro tan maravilloso como inexistente. En un nevado Baños Morales, vi a mis padres transformados en niños al lanzarse por primera vez en su vida, cerro abajo, en un improvisado trineo plástico. En Molina estuve en la vieja estación de tren, levitando en marihuana, escuchando a Primal Scream, contando segundos acuñados en la memoria. En Tierra del Fuego viví la gran experiencia de estar a las diez de la noche con el sol aún en el cielo, caminando con mi hermano en una pampa llena de – hasta ese momento imperceptible - orín de caballo. En Corral dormí una siesta exquisita tirado en una plaza rodeada por esa revolución magnífica de aguas, en la que no puedes distinguir que es río y que es mar. En Pichilemu escribí en la arena mi nombre y el de una chica que no me quiso, aplacando en ese acto un platónico amor adolescente. En plena Pampa del Tamarugal, en la derruida Oficina Salitrera La Granja conocí la casa de adobe en la que nació mi padre. En el barrio Estación de Concepción, intenté engrupir una barwoman que resultó ser una escolar adolescente, mientras alrededor, otras como ella bebían ron en una mamadera. En Isla de Pascua hay una caverna subterránea, a la que osé entrar solo y sin linterna, y al perderme, estuve 20 ciegos minutos pensando en que encontrarían mis huesos varios siglos después. Chañaral es mi refugio, el lugar al que escapo cada vez que quiero comenzar de nuevo, caminando por su playa eterna y disfrutando su vida de pueblo triste y digno. En un viaje a Parinacota, en plena era digital, logré desconectarme de un intenso año laboral, olvidando el mail, messenger y el celular, a 4500 metros de altura, tomando té de coca y cumpliendo el viejo sueño de infancia de conocer todas las regiones de Chile.
Hay viejos sueños que parecen mediocres o sencillos, y que al ser originados en plena infancia, pueden sonar hoy, pasados los 30, incluso como ridículas metas. Que importa. Una de las - ¿pocas, muchas? - ventajas de ser una treinteañero sin hijos, es que, dado el momento y la condición, puedes tratarte a ti mismo como tu propio hijo. Puedes tomar a aquel chico que sólo conocía Santiago y Cartagena, pero que vivía mirando y dibujando mapas, aprendiéndose de memoria límites, capitales, regiones y provincias, recitándolas en su mente, soñando con viajar y decirle : “OK, ahora puedes. Yo pago”. En un mundo lleno de adultos frustrados, de falta de tiempo, de motivaciones puramente económicas o técnológicas, me hago reír a mi mismo con éste esperado regalo que me tomó diez años completar. Me hago reír por haber tenido la paciencia y el ingenio de tomar al niño interno, mimarlo, y tal como lo hacen los padres, darle lo que no tuve, pero no con la intención del siútico “encuentro con uno mismo” ni con la de saldar deudas sicológicas, sino que simplemente por el agrado de vivir el hedonismo. Nunca va a estar mal llenarse otra vez de energía, ponerse un cartel en la mente avisándote con letras grandes que, de vez en cuando, lo mejor que puedes hacer es sonreír un rato, mirar el calendario y la cuenta corriente, y darse cuenta de que, si existen cosas ricas en la vida, una de ellas es poder darte un gusto y vivir la lúdica emoción del “otra vez tener algo nuevo que contar”.