lunes, enero 07, 2008

EL DON DE LA DIGNIDAD

Dicen que el trabajo dignifica, que más da, la dignidad no es un don que uno ande persiguiendo día a día, se supone que no se sobrevalora cuando se tiene, pues hacerlo ya tendría un tufillo a indignidad (¿Qué es esa rotería de jactarse de ser digno?) y cuando no se tiene, no es precisamente el cartel que queremos poner sobre nuestra cabeza. No obstante lo anterior, uno pasa por etapas más o menos dignas que pueden definitivamente hacerte creer que eres exitoso o fracasado. Yo una vez parece que estuve muy enamorado y fui correspondido sólo parcialmente tanto en cantidad como en calidad, y sin duda ese desequilibrio hizo que me comportara de manera particularmente indigna, más no era algo que yo notara de manera conciente, sino que sólo lo percibía a la hora más oscura, cuando no puedes dormir y te das vueltas mareándote en tus propias y pueriles emociones. Era precisamente en esos momentos cuando analizaba mi comportamiento y me daba cuenta de lo expuesto que uno está en la vida, y que las personas que somos expresivas, aquellas que tenemos el maldito talento de no ocultar nada, carecemos de absoluta precaución a la hora de dar patéticos espectáculos. En fin, la vida sigue, por suerte a la gente no le gusta preguntar mucho ni tampoco ahondar en lo realmente importante, así que toda tu indignidad es dejada pasar, al menos ante tus ojos, no siempre a tus espaldas, pero ya saben, ojos que no ven… dice un dicho, el otro dice que el que calla otorga, da todo lo mismo, no todo es indigno, y trabajar duro durante un año, sin esperar mayor retribución que el latente silencio de la aprobación implícita, puede ser una muy buena sensación, tan buena, que puedes sentir la dignidad con una pureza mineralógica, y con ella, el éxito. Y esas veces, quizás las más sabias, son aquellas en que notas que el éxito no es finalmente la obtención de un logro cabal y grandilocuente, sino simplemente la genuina sensación del deber cumplido, y - es aquí donde me dirijo en éste escrito – de la ausencia absoluta de la vergüenza.
La vergüenza es una de las peores emociones humanas. Es tan asquerosa como inocultable, acto patente y deforme, de verse expuesto uno en su precariedad, en cualquiera de sus expresiones (moral, espiritual, material, social, física…), estar en el paredón con un gran foco de luz y un letrero gigante, quien no la ha vivido sin haber sentido ese extraño movimiento en la guata, ese pensamiento paralizante, esa metamorfosis de la cara, y vaya entonces que excelente es, pasar un buen tiempo en la vida sin sentirla (personal, por cierto, la ajena es tema para uno o más ensayos aunque en su génesis están ambas íntimamente ligadas) y un buen año laboral puede ser el mejor sinónimo de ello. ¿Por qué hablo de esto, ahora? Me dediqué únicamente a trabajar, durante un año. No se si cualitativamente lo hice bien o mal, pero fue mi objetivo único, congelando todo lo demás. Y llegué, tal como lo había trazado, a un punto de no retorno. Cerré un largo ciclo de mi vida, particularmente emotivo, con muchos altibajos emocionales e intelectuales, donde las palabras éxito y fracaso se me repetían como en una agotadora e interminable curva sinusoidal, y mi debilidad por la actuación gratuita no hacían más que aumentar esa sinuosidad. Lo cerré y se que lo hice, básicamente porque, en una transición no muy prolongada (un año), aprendí a reconocer la dignidad en las pequeñas metas, en los pequeños momentos, y el reconocerla me situó en una situación de privilegio, de contemplación, de decisión. El primer día que te sientes indiscutiblemente digno es el día en que ves nacer en ti, la ambición, no en su concepto de “deseo ardiente de obtener cosas”, sino en aquel que tiene relación con la espera de lo merecido. Querer cosas para ser mejor uno mismo, más que para hacer mejor el mundo. Aprender que no siempre lo mejor para uno, es lo que más se desea. Encontrarse un día conduciendo, detener el auto y sentirse sabio, por decidir no seguir. Aprender a parar, a devolverse, a callarse, incluso a huir, sin sentir la más absoluta vergüenza de ello. Mirar el mundo de frente, sin miedo a decir que me encanta el dinero, que casi siempre estoy solo, que me equivoco a diario. Tampoco tener miedo a decir que me ha ido bien, pero no mejor de lo que esperaba, que me siento mejor que varios de los que conozco, y que incluso ni me importa lo que pase con varios de los que conozco. No sentir vergüenza de nada, de que se me caiga el pelo, de mentir piadosamente, de fingir amistades, de escribirlo en este post. La dignidad, la ausencia de vergüenza, la delicia de reconocer que quiero ser superficial, que no quiero enrrollarme más, que ya no tengo grandes sueños, y que los que tengo, son más bien aspiraciones reales, como desear cambiar el auto, porque lo merezco, realizar un viaje, porque lo merezco, e incluso anhelar que un día preguntes por mí, que leas éste post, que te des cuenta de quien hablo, que me llames (porque ya ni siquiera me da vergüenza reconocer que yo no soy capaz de hacerlo) y me preguntes como estoy, y yo, sabiendo que lo merecía, te responda , lleno de verdad, lleno de dignidad : "Bien, estoy realmente bien"